sábado, 13 de febrero de 2021

Febrero 2.021. La tía Tula, de Miguel de Unamuno

 



Compuesta en 1907 y publicada en 1921, La tía Tula responde a esta exigencia, mezclando lo personal y lo imaginario –o quizás habría que decir lo inconsciente e insondable–

La tía Tula aborda el tema de la maternidad desde una perspectiva trágica, pues el amor asociado al alumbramiento y el cuidado de una nueva vida no siempre produce de la felicidad. Desde joven, Gertrudis, más tarde la “tía Tula”, no advertirá grandeza en el matrimonio, salvo como vehículo de la vida. El sexo le horroriza, pues le parece algo sucio y turbador. Sin embargo, su temperamento no es frío, sino ardiente. Ardiente en lo afectivo y espiritual. De hecho, Teresa de Jesús es su inspiración. En sus páginas, aprecia el pálpito del amor, del único amor que desea emular. Para Tula, el amor a Dios y el amor de Dios convergen en la figura de la Madre. La Virgen María no es un personaje secundario, sino el pilar de la fe, pues Dios es Padre, sí, pero sobre todo es Madre. Amar a Dios significa estar al pie de la Cruz, atender a los hijos y a los enfermos, permanecer en vela junto al lecho de los moribundos. Ese amor imita el amor de Dios, que acepta la humillación, la servidumbre y el desamparo para no abandonar al hombre a su suerte, condenándole a ser esclavo de su finitud. La tía Tula lee con devoción a Santa Teresa, pero en su temperamento altruista y visionario también se reconoce la huella de don Quijote, dispuesto a renunciar a todo para servir a sus ideales. En un prólogo atípico, Unamuno señala que no pensó en la reformadora del Carmelo ni en el hidalgo de la Mancha cuando escribió su novela, pero ya no puede desligar a su personaje de esas dos figuras. Aunque una pertenece al mundo real y otra al de la ficción, las dos despuntan por cualidades –y anomalías– que se repiten en la tía Tula: espíritu de entrega y sacrificio, hambre de absoluto, anhelo de trascendencia, fervor utópico, subjetividad exacerbada, intransigencia con la mediocridad, incapacidad para convivir con los límites objetivos del mundo real, fantasía desbocada, rigorismo moral, desdén hacia lo mundano y material, escasa indulgencia con las debilidades ajenas, reticencia al cambio y al progreso, represión de las pasiones reales, carnales.

Gertrudis tiene “unos ojazos de luto que se le meten a uno en el corazón”. Su mirada cautiva y sobrecoge, desprendiendo autoridad y profundidad. Su hermana Rosa no se parece a ella. Apocada, dulce y acomodaticia, no se atreve a dar un paso sin el beneplácito de su hermana. Huérfanas de padre y madre, Gertrudis y Rosa viven con don Primitivo, su tío, un sacerdote de carácter bondadoso, pero débil y de escasas luces. Cuando Ramiro, un joven atractivo, pero de temperamento pusilánime, empieza a rondar a las hermanas, Gertrudis decide enseguida que se desposará con Rosa, acordando un matrimonio que los dos cónyuges acatan como un sacramento, más preocupados de complacer a su artífice que de alcanzar una felicidad auténtica y sincera. Cuando la unión produce el primer fruto, un niño al que bautizarán con el nombre de Ramiro, Gertrudis se convierte definitivamente en la tía Tula. Durante el parto, Tula ayuda al médico y atiende a su hermana, que está a punto de perder la vida. Cuando don Primitivo halaga su conducta, Tula responde que “toda mujer nace madre”. Desde un principio, asume la educación del niño, determinada a ocultar a su incipiente conciencia “el amor del que había brotado”. Para espantar hasta “las más leves y remotas señales” de la pasión, cuelga de su cuello “una medalla de la Santísima Virgen; de la Virgen Madre, con su Niño en brazos”.

Miguel de Unamuno se casó con Concha, proclamando que llegaba intacto al lecho nupcial. Es una confesión insólita en un hombre de su época. Unamuno detestaba el donjuanismo y encomiaba la castidad. Su vocación era ser padre e hijo. Padre de una numerosa prole –tuvo nueve vástagos– e hijo de su esposa, a la que atribuía el papel de Madre. Su odio a la lujuria y a cualquier forma de concupiscencia se proyecta en la figura de la tía Tula, pero no de una forma apologética, sino despiadadamente autocrítica. Tras la muerte de don Primitivo, cuya “voz sola era un consejo de serenidad amorosa”, Tula reforzará su papel como Madre, trasladándose a casa de su hermana Rosa, donde ejercerá una autoridad maternal que nadie se atreverá a cuestionar. Gertrudis es “todo alma” o, al menos, esa es la imagen que intenta propalar de sí misma, pero eso no obstaculizará que su cuñado Ramiro fantasee con ella, especialmente después de la prematura muerte de Rosa. Rosa “vivía con el corazón en la mano y extendía ésta en género de oferta, y con las entrañas espirituales al aire del mundo, entregada por entero al cuidado del momento, como viven las rosas del campo y las alondras del cielo. Y era a la vez el espíritu de Rosa como un reflejo del de su hermana, como el agua corriente al sol de que aquél era manantial cerrado”. El agua corriente posee un indudable atractivo, pero el sol deslumbra, hipnotiza… y quema. Rosa tenía algo de “planta en la silenciosa mansedumbre, en la callada tarea de beber y atesorar luz con los ojos y derramarla luego convertida en paz”. En cambio, Tula no irradia mansedumbre ni paz, sino una callada –y casi siempre inadvertida, incluso para ella misma– desesperación romántica. Su afán de pureza nace de una inconsciente búsqueda de lo absoluto que no transige con la tibieza o la indolencia. Ramiro, que ya había experimentado durante su noviazgo con Rosa la seducción de un espíritu tan abrasador como el de Teresa de Jesús, sucumbe a un enamoramiento con tintes de obsesión, pidiéndole a su cuñada que ocupe el lugar de su hermana. Ramiro especula que el amor se parece a la oración. No es algo que se pueda hacer a horas fijas, conforme a un canon o costumbre, sino una forma de entrega sin límites. “Es un modo de hacerlo todo votivamente, con toda el alma y viviendo en Dios”. Al contemplar a su mujer alumbrando a su primer hijo, comprende “cómo es el amor más fuerte que la vida y que la muerte y que domina la discordia de éstas; cómo el amor hace morirse a la vida y vivir a la muerte”. El amor es “carne que vive”.

Para Unamuno, para la tía Tula, incluso para Ramiro, cobarde e inseguro, el amor sólo muestra su trascendencia al producir vida. Rosa muere con “una pregunta desesperada y suprema en la mirada”, interrogándose sobre el sentido de la vida. A pesar de su mente apocada, Ramiro barrunta que la mujer no puede morir, que Rosa sigue viva en él y en sus hijos, que forma parte de una cadena, gracias a la cual la muerte palidece y retrocede. Sin embargo, nota que no es suficiente, que la vida, además de continuidad, exige pasión, pero Gertrudis, que no le permite llamarla Tula, no está dispuesta a complacer su deseo de convertirla en su esposa. Se considera la madre de sus hijos y la madre de Ramiro, pero rechaza violentamente la llamada del placer. Se siente muy satisfecha de proporcionar a los hijos de su hermana Rosa “un lugar limpio, castísimo”, sin puertas cerradas ni misterios. Ramiro le suplica que cambie de opinión, que se case con él. Gertrudis abre una puerta, fijando un plazo de un año para tomar una decisión. Piensa que “el oficio de la mujer es hacer hombres y mujeres”, nota el pálpito de la vida en sus entrañas, pero su maternidad es espiritual, no fruto de la carne. Además, no quiere ser madrastra de sus sobrinos, sino madre, y si engendrara hijos propios, quizás los querría más que a los de su hermana y esa posibilidad le resulta inaceptable.

Durante unas breves vacaciones en un pueblecito de montaña cerca de la costa, Tula descubre que el campo enciende los sentidos. Por el contrario, el mar transmite pureza e invita a la virtud. Cuando finalizan las vacaciones, celebra su regreso al paisaje urbano: “En la ciudad estaba su convento, su hogar, y en él su celda”. Gertrudis no es una fanática. Conoce la duda y a veces se pregunta si su actitud no es inhumana. Se pregunta si no actúa como un armiño, que deja a su compañero ahogarse en un lodazal por no mancharse. Ramiro no soporta la situación y acaba enredándose con Manuela, una pobre hospiciana que trabaja en la casa como criada. Cuando la muchacha se queda embarazada, la tía Tula le obliga a casarse con ella, pese a las diferencias de clase, comunicándole que será la madre de la criatura y de los niños que vengan. “Eres una santa –comenta Ramiro-; pero una santa que ha hecho pecadores”. Inesperadamente, Ramiro enferma de pulmonía y muere. Deja cinco hijos. Tres de su matrimonio con Rosa, y dos de sus segundas nupcias. Su muerte afecta terriblemente a la tía Tula, que soportó con entereza la de Rosa y la de su tío el cura. La pérdida de Ramiro devasta el centro de su alma. Su conciencia y su instinto natural le empujan a cuidar de los cinco huérfanos, sus hijos, sí, pero quizás los hijos de su pecado. Aunque cree firmemente en Dios, se plantea si el cristianismo no es sólo una religión de hombres, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo ocupando el altar principal. Siempre ha sentido rechazo hacia el hombre, siempre ha visto en él al bruto, al ser impetuoso y ciego que sólo se preocupa de aplacar sus apetitos. Tula piensa que el personaje más importante del Evangelio no es Cristo, sino la Santísima Virgen. Esa Madre desairada por Jesús en las bodas de Caná. La Virgen y no la Santísima Trinidad debería ser el centro de la revelación, pues sólo una mujer puede salvar al ser humano de su desamparo existencial.

La “virginidad maternal” de la tía Tula convive con un “culto místico a la limpieza”. La muerte no le resulta tan perturbadora como una mancha, aunque proceda de algunos de sus hijos. Cuando Manuela, la última hija de Ramiro, vomita y mancha unas sábanas, no puede reprimir el asco, pero le horroriza aún más pensar que en sus entrañas maternales no late el amor a la verdad, sino una dudosa pureza que ha sembrado la desgracia entre sus seres queridos. Esa pasión por la pureza explica su afición a la geometría, que surgirá al ayudar a sus hijos –en realidad, sobrinos– a estudiar matemáticas. La anatomía y la fisiología le parecen porquerías. Por el contrario, los poliedros invocan la luz, la perfección de lo abstracto y etéreo. Se parecen al mar y al sol, que resplandecen limpiamente. De nada sirven estas especulaciones, pues en el fondo de su conciencia Tula sospecha que sus desvelos no nacen del cariño, sino de la soberbia. A veces, se pregunta si no ha caminado por el mundo de puntillas, esquivando la vida real, con sus pasiones y riesgos. Cuando su salud empieza a declinar, exclama que se ha pasado la vida soñando, no amando. Para ella, su hermana, sus sobrinos, su cuñado, sólo han sido objetos que le han permitido realizar su fantasía de una maternidad virginal: “¡Muñecos todos!”. Si hubiera amado de verdad, se habría arrojado al fango, al albañal, sin miedo a mancharse. Piensa que no verá el cielo, al menos de forma inmediata, pues su lugar es el Purgatorio, donde expían sus culpas “los que no quisieron lavarse con fango”. Poco antes de expirar, musita un consejo que resume su amarga experiencia de la vida: “No tengáis miedo a la podredumbre… Rogad por mí, y que la Virgen me perdone”.

En ciertos aspectos, La tía Tula refleja una época que ha quedado atrás. En una sociedad secularizada, las fantasías de pureza son casi inexistentes. La idea de una virginidad maternal resulta tan extravagante como anacrónica. Sin embargo, La tía Tula no ha perdido su fuerza, ni su capacidad de emocionar. Unamuno plantea preguntas que quizás ya no son tan acuciantes, pero que perviven en la conciencia colectiva: ¿qué es el amor?, ¿qué significa la maternidad?, ¿qué sabemos de nuestros verdaderos deseos?, ¿es mejor reprimir o liberar las pasiones?, ¿qué nos espera después de la muerte?, ¿en qué consiste la virtud?, ¿qué papel desempeña la familia en los afectos?, ¿nos atemoriza ser felices?, ¿nos hace más vulnerables la sinceridad?, ¿cómo vivir para los otros, sin descuidar nuestras necesidades? Unamuno escribió en Vida de Don Quijote y Sancho: “Mira lector, aunque no te conozco, te quiero tanto que si pudiera tenerte en mis manos te abriría el pecho y en el cogollo del corazón te rasgaría una llaga y te pondría allí vinagre y sal para que no pudieras descansar nunca y vivieras en perpetua zozobra y en anhelo inacabable”. La tía Tula provoca zozobra y un anhelo inacabable, pues nos enfrenta a preguntas esenciales que previsiblemente se prolongarán tanto como la vida de nuestra especie. Aunque se intuya como escenario la Salamanca de principios del siglo XX, la ausencia de descripciones sitúa la trama en un plano intemporal que permite trascender la circunstancia histórica. Pese a que los valores hayan experimentado notables cambios, aún persiste el conflicto que crea la pretensión de realizar un ideal. Tula sacrifica su vida a un ideal, pero como suele suceder en estos casos su sacrificio arrastra a otros, creando un sufrimiento que pone en tela de juicio la moralidad de los principios invocados.

Nos vemos el próximo sábado 20 de febrero a las 12 h en el Centro Cultural Azarbe de Zaratán

Enero 2.021 Pelea de gallos, de María Fernanda Ampuero

 



Hay un momento en el que el corazón nos dice que se nos acaba de joder la vida. Ese momento es el resultado, el final, el desenlace de un montón de otras cosas que pasaron antes. Un se te acaba de joder la vida que avisa que si no haces algo al respecto la cosa puede terminar peor de lo que crees. Sobre ese momento-hueco en que parece que nos caemos y sentimos que no conseguiremos despegar, circulan la mayoría de las historias de «Pelea de gallos» de María Fernando Ampuero (Páginas de Espuma), un cuentario desgarrador donde caben sin embargo pequeños instantes luminosos.

La violencia que todo lo toca

Lo más destacable de «Pelea de gallos» no es la forma sino la intención. No destacan los relatos por una innovación estética en la estructura de la trama sino por la fuerza que subyace en cada palabra que se dice (y las que no). Ampuero trabaja con la violencia normalizada y la usa de masa para engendrar criaturas más o menos desgarradas. Esa violencia, que proviene de los silencios familiares y se extiende a las relaciones de amistad y de pareja, esa violencia que tiene un eco seductor y perverso que puede jodernos la vida de un instante al siguiente. Sobre ella se centran la mayoría de los cuentos y se construye una obra potentísima y sincera.

Por otro lado, María Fernanda Ampuero escribe con crudeza pero con un dominio de lo breve que me ha asombrado profundamente. Hay en ella una voz soberbia que grita por hacerse oír, y lo consigue. Te sientes atrapada desde la primera página y te sumerges en esa extrañeza que producen ciertos libros y que te lleva a desear habitar en ellos para siempre, por retorcido que pueda resultar en este caso.

La intencionalidad de lo breve no sólo la vemos reflejada en la concisión del lenguaje sino en la elección de cada título que consiste en una única palabra-nombre-identidad. Algunos de los que más dejan en evidencia esa actitud por lo breve, pensando en su estructura y su trama, son «Pelea de gallos» y «Cloro», no porque necesariamente sean los más cortos, sino porque parecen estar llenos de ventanitas que dan hacia otra parte, que permiten reflexionar, observar, cosas que no están en escena pero que forman parte de ella. Lo breve no como la certeza de que la vida puede asirse, sino como un espacio donde soltar muchas chispas, casi invisibles, que permitan la conformación de una realidad más compleja. La forma en la que Ampuero consigue esto es asombrosa.

Cuna de oro, cuna de ogro

Familia. Esa palabra que tanto nos marca-atraviesa-anula se pasea por las páginas de «Pelea de gallos» desde la primera frase. La familia que educa en el maltrato y justifica en el silencio. La familia que obliga a mancharse las manos con sangre y niega su responsabilidad en los problemas de salud de sus hijos. En fin, la familia. Me han tocado —gustar es un verbo difícil de usar en estos casos, ¿cómo puede gustarte (hacer sentir una sensación agradable) una historia que te noquea?— dos relatos especialmente: «Pasión» y «Ali».

«Ali» es realmente un cuento impresionante, que me ha tocado profundamente. Y me ha llevado a pensar en Lucía, una mujer que cuidó de mi abuela paterna en sus últimos años de vida. La forma en la que mi abuela trataba a las personas que trabajaban para ella era denigrante. No eran personas, no tenían sentimientos, eran «la gorda», «la chica», «la paraguaya»… Nunca recordaba sus nombres. Y ellas que no sé de dónde sacaban la paciencia y quizá el cariño aceptaban el trato con sumisión. Lucía era dulce y cariñosa con ella, dos actitudes que les aseguro que no despertaba la vieja.

A mis padres no les gustaba, pero un verano yo encontré en Lucía alguien en quien refugiarme y me pasaba las tardes con ella. Fue quien me enseñó cosas sobre mí misma, esas cosas naturales de las que no se habla, que me sirvieron para entender mejor las cosas que me pasaban. Esas mismas cosas de las que mi madre no me hablaba. He pensado en Lucía con el cuento de la gorda Ali. Las gordas siempre supimos por qué comíamos, como si buscáramos que nuestro cuerpo adquiriese un volumen superior al de la orfandad.

La historia de nuestras vidas

Refugios. Eso encuentran algunos de los personajes. Amistades. Huecos donde respirar. Literatura. Extranjería. Espacios donde reconstruirse después del dolor, de la pérdida, de la anulación. Los relatos de Ampuero son fuertes, no, destructivos, te desarman y desalman, te enfrentan a lo más profundo, a las imágenes que querías que se quedaran enterradas para siempre. Y lo consigue, al utilizar un lenguaje frontal, en que no parece haber punto de regreso, donde todo es cuestionable y cuestionado. En cuentos como «Nam», «Crías» y «Persianas» parece haber algo de eso, momentos de ternura que no siempre se mantienen pero que están ahí, luminosos, contundentes.

Encontrarán aquí un conjunto de relatos que presentan vidas destrozadas por la violencia, criaturas corrompidas por la tristeza y situaciones peculiares, espeluznantes algunas, otras extrañas. La guerra, como el silencio, también se abren paso en los escenarios, transformando la forma de mirar y escuchar las mismas cosas.

Hay, sin embargo, tiempo y espacio para la ternura. Esa que se rebela en el descubrimiento del deseo, de la amistad sincera, de lo que podemos conseguir tan sólo con el cuerpo. Pero en la ternura también aguarda lo perverso, y pienso que Ampuero es capaz de desvelar lo que hay de cínico en los gestos más cotidianos, en las situaciones más inofensivas, como si constantemente se estuviera preguntando por lo que no se ve. Como si no creyera en la armonía, porque cuando las cosas van bien (y digo demasiado bien) es que algo muy siniestro (directamente proporcional) aguarda en una habitación cerrada, en una casa sin ventilar, en un establo.

Después del silencio

En muchas (¿casi todas?) de nuestras casas se hacía lo que él quería, como también ocurre en la mayoría de los cuentos de este libro. Hay hombres poderosos que aparecen y hacen daño, que se aprovechan de la debilidad, del miedo, de la indefensión. Pero también hay mujeres que dicen que sí, que aceptan, que no se rebelan. Y Ampuero no se olvida de ellas.

«Pelea de gallos» es un libro que narra lo que escuece pero sobre todo aquello que durante siglos de educación y moralina se ha ocultado, en un intento de poner sobre la mesa lo único que realmente sabemos de esta vida: que es un territorio desolado en el que más nos vale querernos y cuidarnos y aceptar que ese sabor agridulce, ese olor rancio no va a irse. A aprender a vivir con el pasado también nos enseña este libro.

Fuente: Blog Poemas del alma, Publicado por Tes Nehuén - 6 de abril de 2018